El sol de Texas parecía abrazar la tierra con una fuerza implacable. La hacienda Santa Esperanza se alzaba solitaria entre los campos de agave, su arquitectura colonial, envejecida por el paso de los años, se mantenía firme ante la fuerza de la naturaleza. En el aire flotaba el aroma de la tierra seca, mezclado con el dulce perfume de los agaves en flor. Todo estaba en silencio, solo roto por el sonido del viento que susurraba entre las hojas de los agaves.
Allí, en el corazón de la vasta tierra que su familia había trabajado por generaciones, vivían las hermanas Mendoza. Camila, Isabela y Sofia, junto a su madre, Doña Elena, una mujer fuerte, viuda desde hacía años, marcada por un misterio que rodeaba la muerte de su esposo, Don Tomás Mendoza.
Cada rincón de Santa Esperanza estaba impregnado con la memoria de Don Tomás, el patriarca que había construido la hacienda con sus manos firmes y una visión inquebrantable.La muerte de él, ocurrida bajo circunstancias misteriosas que nadie en el pueblo se atrevió a cuestionar, dejó una sombra sobre la familia que aún no se disipaba. Nadie sabía con certeza qué había sucedido aquella noche fatal, y, tal vez por ello, Doña Elena había tomado una postura aún mas rigida en su vida y en el manejo de la hacienda.
Las hermanas vivían allí con ella, cada una atrapada en sus propios sueños y deseos, pero todas comprometidas con el legado familiar, aunque de maneras diferentes.
Camila era la mayor, la encargada de mantener todo en orden, de tomar las riendas de la hacienda y de velar por el bienestar de las otras dos.
Tenía la fuerza de una mujer que había sido forjada por la adversidad, pero su corazón guardaba un anhelo profundo que nunca había podido revelar: la libertad.
Desde joven, había asumido la responsabilidad de la hacienda tras la muerte de su padre, y aunque se sentía orgullosa de lo que había logrado, la carga de la tradición la estaba asfixiando.
Isabela, la del medio, poseía un alma sensible y creativa que no encajaba del todo en el mundo de la tierra y el tequila. Sus ojos, verdes como los campos después de la lluvia, reflejaban la belleza que encontraba en las pequeñas cosas. Pero a pesar de su delicadeza, había algo en su interior que deseaba escapar, huir de esa vida que parecía ser lo único que conocía.
Y luego estaba Sofia , la más joven , con su risa contagiosa y su espíritu indomable.
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—No me mires así, Pedro… —susurró Isabela, con la voz entrecortada, mientras su espalda rozaba la pared fría del granero.
Pedro se acercó despacio, con los ojos ardiendo de deseo, los dedos aún manchados de la tierra que había tocado horas antes.
—¿Y cómo quieres que te mire, si cada vez que te veo… me olvido hasta de quién soy?
Ella contuvo el aliento. El espacio entre ellos era mínimo. El calor, insoportable.
—Esto está mal… —dijo ella, aunque su cuerpo ya comenzaba a rendirse.
—Entonces no te muevas, quédate ahí… y déjame hacerlo peor.
Siempre la más rebelde, la que no se conformaba con las normas, la que soñaba con un mundo diferente al que su madre y hermanas habían aceptado. Sofia deseaba algo más, algo que las largas tardes bajo el sol de Texas no podían ofrecerle: una aventura, una oportunidad para vivir algo que la hiciera sentir viva.
Era una tarde calurosa cuando todo comenzó a cambiar. Un camión se detuvo frente a la entrada de la hacienda, levantando una nube de polvo que se coló en cada rincón de la casa. Tres hombres descendieron del vehículo, cubiertos de tierra, con los ojos llenos de determinación. Habían llegado para trabajar, pero no sabían que, al hacerlo, transformarían para siempre la vida de las hermanas Mendoza para siempre.